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sábado, 3 de noviembre de 2018
AURELIO BALDOR
AURELIO BALDOR
Aurelio Baldor, el autor del libro que más terror despierta
en los estudiantes de bachillerato de toda Latinoamérica, no nació en Bagdad.
Nació en La Habana, Cuba, y su problema más difícil no fue una operación
matemática, sino la revolución de Fidel Castro. Esa fue la única ecuación
inconclusa del creador del Álgebra de Baldor, un apacible abogado y matemático
que se encerraba durante largas jornadas en su habitación, armado sólo de lápiz
y papel para escribir un texto que desde 1941 aterroriza y apasiona a millones
de estudiantes de toda Latinoamérica.
El Álgebra de Baldor, aun más que El Quijote de la Mancha,
es el libro más consultado en los colegios y escuelas desde Tijuana hasta la
Patagonia. Tenebroso para algunos, misterioso para otros y definitivamente
indescifrable para los adolescentes que intentan resolver sus
"misceláneas" a altas horas de la madrugada, es un texto que
permanece en la cabeza de tres generaciones que ignoran que su autor, Aurelio
Ángel Baldor, no es el terrible hombre árabe que observa con desdén calculado a
sus alumnos amedrentados, sino el hijo menor de Gertrudis y Daniel, nacido el
22 de octubre de 1906 en La Habana, y portador de un apellido que significa
"valle de oro" y que viajó desde Bélgica hasta Cuba.
Daniel Baldor Reside en Miami y es el tercero de los siete
hijos del célebre matemático. Inversionista, consultor y hombre de finanzas,
Daniel vivió junto a sus padres, sus seis hermanos y la abnegada nana negra que
los acompañó durante más de cincuenta años, el drama que se ensañó con la
familia en los días de la revolución de Fidel Castro.
Aurelio Baldor era el educador más importante de la isla
cubana durante los años cuarenta y cincuenta. Era fundador y director del
Colegio Baldor, una institución que tenía 3.500 alumnos y 32 buses en la calle
23 y 4, en la exclusiva zona residencial del Vedado. Un hombre tranquilo y
enorme, enamorado de la enseñanza y de mi madre, quien hoy lo sobrevive, y que
pasaba el día
ideando acertijos matemáticos y juegos con
"números", recuerda Daniel, y evoca a su Padre caminando con sus 100
kilos de peso y su proverbial altura de un metro con noventa y cinco centímetros
por los corredores del colegio, siempre con un cigarrillo en la boca, recitando
frases de Martí y con su álgebra bajo el brazo, que para entonces, en lugar del
retrato del sabio árabe intimidante, lucía una sobria carátula roja.
Los Baldor vivían en las playas de Tarará en una casa grande
y lujosa donde las puestas de sol se despedían con un color distinto cada tarde
y donde el profesor dedicaba sus tardes a leer, a crear nuevos ejercicios
matemáticos y a fumar, la única pasión que lo distraía por instantes de los
números y las ecuaciones. La casa aún existe y la administra el Estado cubano.
Hoy hace parte de una villa turística para extranjeros que pagan cerca de dos
mil dólares para pasar una semana de verano en las mismas calles en las que
Baldor se cruzaba con el "Che" Guevara, quien vivía a pocas casas de
la suya, en el mismo barrio.
"Mi padre era un hombre devoto de Dios, de la patria y
de su familia", afirma Daniel. "Cada día rezábamos el rosario y todos
los domingos, sin falta, íbamos a misa de seis, una costumbre que no se perdió
ni siquiera después del exilio". Eran los días de riqueza y filantropía,
días en que los Baldor ocupaban una posición privilegiada en la escalera social
de la isla y que se esmeraban en distribuir justicia social por medio de becas
en el colegio y ayuda económica para los enfermos de cáncer.
El 2 de enero de 1959 los hombres de barba que luchaban
contra Fulgencio Batista se tomaron La Habana. No pasaron muchas semanas antes
de que Fidel Castro fuera personalmente al Colegio Baldor y le ofreciera la
revolución al director del colegio. "Fidel fue a decirle a mi padre que la
revolución estaba con la educación y que le agradecía su valiosa labor de
maestro...,
pero ya estaba planeando otra cosa", recuerda Daniel.
Los planes tendría que ejecutarlos Raúl Castro, hermano del líder del nuevo
gobierno, y una calurosa tarde de septiembre envió a un piquete de
revolucionarios hasta la casa del profesor con la orden de detenerlo. Sólo una
contraorden de Camilo Cienfuegos, quien defendía con devoción de alumno el
trabajo de Aurelio Baldor, lo salvó de ir a prisión. Pero apenas un mes después
la familia Baldor se quedó sin protección, pues Cienfuegos, en un vuelo entre
Camagüey y La Habana, desapareció en medio de un mar furioso que se lo tragó
para siempre. "Nos vamos de vacaciones para México, nos dijo mi papá. Nos
reunió a todos, y como si se tratara de una clase de geometría nos explicó con
precisión milimétrica cómo teníamos que prepararnos. Era el 19 de julio de 1960
y él estaba más sombrío que de costumbre. Mi padre era un hombre que no dejaba
traslucir sus emociones, muy analítico, de una fachada estricta, durísima, pero
ese día algo misterioso en su mirada nos decía que las cosas no andaban bien y
que el viaje no era de recreo", dice el hijo de Baldor.
Un vuelo de Mexicana de Aviación los dejó en la capital
azteca. La respiración de Aurelio Baldor estaba agitada, intranquila, como si
el aire mexicano le advirtiera que jamás regresaría a su isla y que moriría
lejos, en el exilio. El profesor, además del dolor del destierro, cargaba con
otro temor. Era infalible en matemáticas y jamás se equivocaba en las cuentas,
así que si calculaba bien, el dinero que llevaba le alcanzaría apenas para
algunos meses. Partía acompañado de una pobreza monacal que ya sus libros no
podrían resolver, pues doce años atrás había vendido los derechos de su álgebra
y su aritmética a Publicaciones Culturales, una editorial mexicana, y había
invertido el dinero en su escuela y su país.
La lucha empezaba. Los Baldor, incluida la nana, se
estacionaron con paciencia durante 14 días en México y después se trasladaron
hasta Nueva Orleáns, en Estados Unidos, donde se encontraron con el fantasma
vivo de la segregación racial. Aurelio, su mujer y sus hijos eran de color
blanco y no tenían problemas, pero Magdalena, la nana, una soberbia mulata
cubana, tenía que separarse de ellos si subían a un bus o llegaban a un lugar
público. Aurelio Baldor, heredero de los ideales libertarios de José Martí, no
soportó el trato y decidió llevarse a la familia hasta Nueva York, donde
consiguió alojamiento en el segundo piso de la propiedad de un italiano en
Brooklyn, un vecindario formado por inmigrantes puertorriqueños, italianos,
judíos y por toda la melancolía de la pobreza. El profesor, hombre friolento
por naturaleza, sufrió aun más por la falta de agua caliente en su nueva
vivienda, que por el desolador panorama que percibía desde la única ventana del
segundo piso.
La aristocrática familia que invitaba a cenar a ministros y
grandes intelectuales de toda América a su hermosa casa de las playas de
Tarará, estaba condenada a vivir en el exilio, hacinada en medio del olvido y
la sordidez de Brooklyn, mientras que la junta revolucionaria declaraba la
nacionalización del Colegio Baldor y la expropiación de la casa del director,
que sirvió durante años como escuela revolucionaria para formar a los célebres
"pioneros". La suerte del colegio fue distinta. Hoy se llama Colegio
Español y en él estudian 500 estudiantes pertenecientes a la Unión Europea.
Ningún niño nacido en Cuba puede pisar la escuela que Baldor había construido
para sus compatriotas.
Lejos de la patria Aurelio Baldor trató en vano de recuperar
su vida. Fue a clases de inglés junto a sus hijos a la Universidad de Nueva
York y al poco tiempo ya dictaba una cátedra en Saint Peters College, en Nueva
Jersey. Se esforzó para terminar la educación de sus hijos y cada uno encontró
la profesión con que soñaba: un profesor de literatura, dos ingenieros, un
inversionista, dos administradores y una secretaria. Ninguno siguió el camino
de las matemáticas, aunque todos continuaron aceptando los desafíos mentales y
los juegos con que los retaba su padre todos los días.
Con los años, Baldor se había forjado un importante
prestigio intelectual en los Estados Unidos y había dejado atrás las
dificultades de la pobreza. Sin embargo, el maestro no pudo ser feliz fuera de
Cuba. No lo fue en Nueva York como profesor, ni en Miami donde vivió su retiro
acompañado de Moraima, su mujer, quien hoy tiene 89 años y recuerda a su marido
como el hombre más valiente de todos cuantos nacieron en el planeta. Baldor
jamás recuperó sus fantásticos cien kilos de peso y se encorvó poco a poco como
una palmera monumental que no puede soportar el peso del cielo sobre sí.
"El exilio le supo a jugo de piña verde. Mi padre se murió con la
esperanza de volver",
asegura su hijo Daniel.
El autor del Algebra de Baldor se fumó su último cigarrillo
el 2 de abril de 1978. A la mañana siguiente cerró los ojos, murmuró la palabra
Cuba por última vez y se durmió para siempre. Pero sus siete hijos, quince
nietos y diez biznietos, siempre supieron y sabrán que a Aurelio Baldor lo
mataron la nostalgia y el destierro.
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